jueves, 31 de mayo de 2012

Siete

... había acabado por pensar que no había nada imposible para ella; como los nadadores que, temerarios, calculan el acopio de fuerza y de energía que han de acumular y olvidan el humor siempre variable de su adversario, el mar. (Willa Cather. La cabaña del jardín, 1905).

El otro día me topé con un texto que trataba sobre aquello de que el cuerpo cambia cada siete años. 
No sé si lo habrás oído alguna vez, es una teoría pseudocientífica que ha derivado en mito, como ocurre con tantas. 
Según tengo entendido, es cierto que el tiempo medio que tardan muchas células en regenerarse es de siete años. Pero es una media nada más, y por otro lado no sucede con todas las células. 
El artículo que he leído recientemente habla de unas nuevas teorías antropológicas surgidas de unas investigaciones -no puedo imaginarme qué tipo de investigaciones- cuyas conclusiones son que cada siete años se regenera algo más que las células: todo tu ser sufre un cambio. 
Vamos a ver, yo soy una de estas incrédulas que cuando me hablan en serio sobre mi carta astral, por dentro estoy bostezando y con ganas de ir a casa a leer a Jeanette Winterson, que ella sí que me lleva en viajes astrales y además, por cierto, lo que escribe está tan relacionado con el deseo, la palabra clave de lo que estoy escribiendo. 
En fin, que lo mío no son los chakras ni los menores de edad calvos y envueltos en sábanas granates. Pero el texto me capturó porque me di cuenta de que eso es lo que estaba pasándome. Pura casualidad, tal vez, pero el caso es que mi vida ha ido de siete en siete años. 

Lo aclaro: 
  •  Hasta los siete años se forjó la lectora que hay en mí. La lectura es lo más importante de mi vida -dejando aparte a las personas a las que quiero- porque es donde aprendo, donde desaprendo y donde me refugio siempre. La lectura para mí es un lugar más que un acto. Aprendí a leer muy pronto y sola, no tengo ni idea de cómo lo hice. Mi primera infancia son paseos emocionantes de la mano de mi madre de camino al bibliobus. La bibliotecaria encantadora que me daba los libros de Barco de Vapor blancos y azules. Los puntitos de colores que te ponían en el cole cada vez que te leías un libro y cómo llenaba yo de ellos tarjetas y tarjetas. Las Navidades en Gran Canaria, abetos decorados en plena playa de las Canteras, bañador y turrón. Muchísimos hermanos y primos. Una primera infancia muy feliz. 
  •  De los ocho a los catorce, una segunda infancia muy infeliz. Yo tenía ocho años cuando murió mi hermano en un accidente de coche. El coche era un trabant descapotable de color amarillo chillón que no sufrió grandes daños. Mi padre lo vendió a alguien del barrio y siempre lo veíamos aparcado, como un malévolo fantasma de chapa. Mi madre puso una rodillera en la puerta de un armario porque mi padre le dio un puñetazo y así tapaba el agujero que quedó. La pérdida de su hijo llenó a mi padre de una ira que le otorgaba el poder de taladrar puertas con las manos. Esos días mi madre nos recogía en el colegio con bocadillos y nos llevaba al cine. La música de Movierecord con sabor a nocilla me trae recuerdos agridulces. Cuando cumplí nueve años mi padre me dijo que cómo iba a celebrar mi cumpleaños si mi hermano se había muerto. Me cambiaron de colegio, yo no me sabía la tabla del siete y me daba miedo que me descubrieran y se había muerto mi hermano. A mi hermana pequeña y a mí nos mandaron a un campamento de verano. Mi madre estaba deprimida y nos mandaba cartas muy tristes. Las leíamos llorando abrazadas. Jane Eyre me salvó la vida. 
  •  De los quince a los veintiún años me reconocí como lesbiana. No tuve muchos amigos en el instituto, pero los tres que íbamos siempre juntos éramos unos inadaptados encantados de serlo. Kico, Alfonso y Hester siempre juntos. Ahora miro hacia atrás y me admira que tan joven y sin tener un solo referente saliera del armario, pero lo hice. Alfonso fue un año a Estados Unidos de intercambio y nos trajo fanzines, ropa del Salvation Army y un montón de ideas nuevas que nos cambiaron para siempre. Kico y yo fuimos un día a Chueca y entramos con mucho miedo al café Figueroa. Solo vi chicos y pensé que no había bares de chicas. Un día me encontré un periódico que por una cara era para gays -Planeta Marika- y por el otro para lesbianas -Solazo Bollero- y en él leí sobre el bar sáfico Ambient, en la calle San Mateo. Cómo me gustaron las lesbianas, yo que hasta entonces solo me había enamorado de chicas heteros. Primeros amores. Universidad. Un nuevo amigo gay, Carlos, que me presenta a todas las lesbianas feministas de la Complutense. 
  •  De los ventiuno a los veintiocho años mi vida está llena de activismo feminista y de amores correspondidos y no correspondidos. Dos relaciones largas, una de ellas que me deja con el corazón roto y con secuelas que todavía hoy arrastro. A los veintinuo me emancipo y Carlos y yo nos convertimos en seres noctámbulos. Florezco, lucho, empiezo este blog. Me voy un año a Estados Unidos. 
  •  Los últimos siete años han estado dedicados a crear una familia. Con mi bruja encuentro el amor y la paz, encuentro el hogar y lo quiero convertir en lo que no fue el de mi infancia. Nos casamos y empezamos un proceso que deviene en nuestra pequeña, nuestra luz de donde el sol la toma, que diría Echenique.
Todas estas etapas han estado movidas por el deseo: el deseo de leer, el deseo de escapar, el deseo de ser yo misma, el deseo de luchar y el deseo de tener mi propia familia.
 Tengo treinta y cinco años. No había pensado en esto de los siete pero leyendo el artículo el otro día me di cuenta de que llevo semanas sintiéndome distinta. Más despierta. Más sensible, como si mi piel fuera nueva y todavía notase cada roce demasiado. Más receptiva. 
Los cambios se empezaron a producir unos días antes de mi cumpleaños y no han parado. Soy la misma y soy otra, todavía no puedo explicarlo aquí porque he de entenderlo yo antes. El deseo mantiene alerta mi cuerpo y también mi mente. El deseo provoca más deseo lo mismo que el fuego provoca más fuego. 
De repente he sentido compasión por la gente que está satisfecha con lo que tiene, sin más, cuando siempre habían despertado en mí el sentimiento contrario, la envidia. 

Me he dado cuenta de que el deseo es muy poderoso, o mejor aún, de que el deseo me vuelve muy poderosa. Me miro al espejo por las mañanas y me veo amazona, fuerte y hermosa. No tengo sueño a pesar de haberme pasado gran parte de la noche escribiendo. Porque esa es otra, estoy inspiradísima. Puedo con todo porque tengo deseo. El deseo es movimiento. Quizá sea que quienes nos malgobiernan no tienen deseo, sino esa cosa flácida y carente de lujuria alguna llamada avaricia. 

Yo en cambio voy a llegar muy lejos.

Ultrarreceptiva